Preguntame lo que quieras.
Preguntame qué número saldrá a la lotería en los próximos 5 sorteos, preguntame por qué en el supermercado siempre te toca el carrito con una de las ruedas delanteras trabada, preguntame la lógica de funcionamiento del cerebro femenino, preguntame lo que quieras, literalmente.
Pero no me preguntes cuánto va a salir el aéreo de tu viaje.
Nadie lo sabe. Ni siquiera Nostradamus se atrevió a escribir algo relacionado a esto en sus famosas cuartetas premonitorias. Porque intentar aproximarse a lo que saldrá un ticket aéreo es una tarea tan imposible como inútil.
Ignoro si hay alguna conferencia mundial anual de aerolíneas con el tema “Cómo confundir al pasajero con las tarifas”; pero todos los indicios indican que sí, que existe; y cuyos resultados son efectivos evidentemente.
El precio del aéreo cambia minuto a minuto, hora a hora, día a día; han introducido tantas variables en su composición que la inmensa mayoría de las agencias de viaje no se atreven a ingresar a este laberinto económico, y es por eso que la casi totalidad de oferta de “paquetes” siempre finaliza con la siguiente indicación: “más aéreos”.
He llegado a pensar que en alguna parte del mundo hay un niño de 8 años apretando botones al azar, y que ese niño es el verdadero gerente de Revenue Management (Gerenciamiento de rentabilidad) de todas las aerolíneas.
Cada vez que un agente de viajes o un posible pasajero intenta consultar una tarifa, el niño lanza un dado, gira una ruleta y presiona el botón que le parezca más simpático.
Y así, sin culpa alguna, decide que ese vuelo a Miami que ayer costaba 780 dólares, hoy cueste 1.340, pero solo si estás consultando con el navegador Firefox, en modo incógnito, y con la luna en cuarto menguante.
Y ni hablar si decidís esperar “a ver si baja”.
Eso es como jugar a la ruleta rusa pero con cinco balas y un solo casillero vacío.
Porque si baja, lo hará el día que tenías que pagar la seña del hotel.
Y si sube, será justo después de que dijiste: “mañana lo saco”.
Claro, uno imagina que todo esto está diseñado por supercomputadoras de inteligencia artificial, alimentadas con datos masivos y patrones de comportamiento del consumidor.
Pero yo insisto con la teoría del niño.
O algún animal no pensante.
Por ejemplo, una cabra que se pasea por una sala llena de precios, y el que pisa, ese queda.
Y después están los códigos compartidos.
Ese maravilloso invento que sólo podría haber surgido de una noche de exceso de whisky entre CEOs de aerolíneas, mientras apostaban a ver quién lograba enloquecer primero a los pasajeros.
Una vez averigüé un aéreo Montevideo–Los Ángeles con Latam.
El pasaje costaba unos 1.500 dólares.
Mi operador mayorista, con tono de conspirador, me dice:
—Si lo sacás por Delta, te sale 1.200.
—¿En serio? ¿Y qué vuelo es ese?
—El mismo.
—¿Perdón?
—Sí, el mismo vuelo. Mismo avión, mismos asientos, misma azafata que te ignora cuando pedís agua.
Pero como el código es Delta y no Latam, redoblante por favor... ¡badum tsssssssssss! ¡300 dólares menos!
En ese momento comprendí que todo es una ilusión.
El asiento 23A puede valer 1.500 o 1.200 dependiendo de con qué ojos lo mires... o mejor dicho, con qué sistema lo emitas.
Desde entonces tengo la certeza de que los precios de los pasajes no los fija ningún algoritmo complejo.
No, señor.
Los precios los fija un burro.
Un burro entrenado para elegir tarifas con la ayuda de una tabla Ouija, una pitonisa búlgara y un Excel de 1997.
Así que ya sabés. Preguntame lo que quieras.
Pero si me vas a preguntar cuánto cuesta el aéreo de tu viaje, mejor esperá a que pase el burro.
Quizás ese día esté de buen humor.