No importa cuántas veces hayas viajado ni qué tan experto seas en el arte zen de mantener la calma. Las revisiones de seguridad en cualquier aeropuerto de los Estados Unidos pondrán a prueba los límites de tu tensión arterial y de tu dignidad.
Porque, seamos sinceros: no es solo el hecho de despojarte de los zapatos, el cinturón, el reloj, la notebook, la chaqueta y hasta la sonrisa. No. El verdadero desafío empieza cuando te paran frente al escáner, te ordenan levantar los brazos como si te hubieras rendido en la batalla de las Ardenas, y una imagen tuya, más reveladora que la de una resonancia magnética, aparece mágicamente en la pantalla de un operador que —esperamos— haya desayunado con buen humor ese día.
Primera etapa: La desconfiguración personal
Apenas llegás a la fila del control, ya sabés lo que se viene: empieza la desintegración progresiva de tu persona.
Te sacás la mochila, el cinturón, el reloj, la notebook, la tablet, el celular, las monedas, las llaves, los papeles, el abrigo, los zapatos, los lentes. Si pudieras, también te sacarías el estrés, pero eso no es tan sencillo.
Todo va en bandejas de plástico tan grandes como insulsas, mientras intentás recordar en cuál pusiste el pasaporte (spoiler: siempre en la que queda más lejos).
Segunda etapa: La pasarela de la humillación
Toca el turno de caminar descalzo —con suerte en calcetines agujereados— hasta el escáner corporal.
Te paran en una silueta dibujada en el piso y te ordenan, con una voz tan neutra que ni Siri en modo “triste” podría imitar, levantar los brazos como si fueras un pollo en posición de asado.
En ese momento, no pensás en el equipaje, en la puerta de embarque ni en el boarding pass: pensás en tu alma, flotando fuera de tu cuerpo, pidiendo disculpas por los bocados de metal que el escáner va a detectar (probablemente un botón rebelde de tu pantalón).
Tercera etapa: El pitido del terror
Todo parece ir bien… hasta que suena el fatídico “BEEP”.
Ahí empieza una nueva saga: te llevan a un costado, te informan que deben hacerte un "pat-down" (búsqueda manual) y un agente te palpa de arriba a abajo, como si fueras una mezcla entre presunto espía internacional y vendedor ilegal de enciclopedias.
Te cachean los tobillos, te tocan la espalda, te preguntan por objetos misteriosos que vos ni sabías que tenías (“¿esto es un bulto metálico?” —"Eh... el broche del jean, señor agente...").
Con suerte, no te piden abrir el neceser de viaje, porque a esa altura cualquier intento de explicación sobre desodorantes, cremas y tijeritas de uñas es un camino sin retorno.
Cuarta etapa: El rescate de tus pertenencias
Mientras vos estabas siendo escaneado, manoseado y analizado cual manuscrito del Mar Muerto, tus bandejas hicieron su propio viaje por la cinta.
Ahora toca la carrera por recuperar todo lo que era tuyo: los zapatos que no sabés cómo se encogen cuando hay apuro, el cinturón que milagrosamente no aparece, la laptop que misteriosamente quedó retenida para una “segunda revisión aleatoria”, y el pasaporte, que evidentemente decidió hacer un paseo por su cuenta.
Todo mientras intentás vestirte, calzarte, recomponer tu dignidad… y no entorpecer la línea de pasajeros que te presiona con la mirada asesina de quien no quiere perder el vuelo.
Etapa final: El suspiro existencial
Cuando por fin lográs salir, el primer suspiro no es solo de alivio: es una pequeña victoria personal.
Aunque hayas dejado atrás un poco de tu autoestima (y quizás un calcetín), saliste ileso. Bueno, relativamente.
Ahora, a respirar hondo y buscar un café. Además, estás tan agradecido de haber pasado victorioso por esta etapa, que los 9 dólares que te cobran el café chico en el área de embarque, los pagás alegremente...