Dicen que si vivís lo suficiente, podés verlo todo. Y a decir verdad, cuando miro hacia atrás en mi historial de vuelos, me doy cuenta de que estoy entrando peligrosamente en esa categoría. Porque, créanme, en materia de aerolíneas, lo he visto casi todo. Y si no lo vi, es porque ya lo sacaron del servicio antes de que pudiera quejarme.
Cuando empecé a volar (Montevideo-Buenos Aires, 1976), la tarifa del asiento de adelante costaba lo mismo que la del de atrás. No existía eso de pagar un plus para bajarte del avión 30 segundos antes. Subías, te sentabas donde te tocaba y listo. Ni hablar de que apenas despegabas, ya te estaban encajando maníes, snacks, y si el vuelo era largo, ¡hasta varias opciones de comida caliente! ¡Y con cubiertos de verdad! No esas cucharitas de plástico que se quiebran con la manteca fría. Te daban un cuchillo con el que podías desforestar el Amazonas en un rato.
Incluso —y esto los centennials no me lo van a creer— se podía fumar a bordo. Pero tranqui, había una "zona de fumadores", como si el humo supiera de geografía aérea y se quedara contenido mágicamente en su sector. Cero problemas, cero humareda. Solo un tufillo suave a Marlboro mentolados en tu budín de banana.
En aquella época dorada, había dos clases: turista y primera. Punto. Hoy hay más categorías que en un reality show: turista, turista premium, economy plus, ejecutiva, ejecutiva elite, super platinum comfort reclinable, asiento "conveniente" (misma silla de madera pero con precio elevado por estar dos filas más cerca de la salida)… Y no olvidemos el “asiento junto a la ventanilla sin ventana”, un clásico del diseño moderno.
Ahora el vuelo empieza desde antes de que subas: te agrupan para abordar según un sistema que sólo entiende la NASA. “Grupo 1, Grupo 2, Grupo 3...” Si sos del Grupo 8, ya sabés: vas a mirar cómo se llena el avión mientras vos, con tu cara de resignación y mochila al hombro, pensás que deberías haber pagado por ese asiento “conveniente” que te dejaba subir antes… y esperar igual que todos.
El tema de las valijas también ha evolucionado. Antes despachabas el equipaje sin miedo. Ahora, el momento de pesar la valija es un thriller psicológico. Te subís arriba, hacés equilibrio, la movés un poquito esperando que el display te dé un número piadoso. Si te pasás medio kilo, te clavan una multa que te hace desear haber viajado en calzoncillos y con un cepillo de dientes.
¿Y qué decir de la comida a bordo? Pasamos del pollo con papas al "snack de cortesía", que es básicamente una galletita embalada al vacío que podría sobrevivir una guerra nuclear. Y si viajás en low cost, no hay snack, no hay agua, no hay respaldo reclinable. Lo único que podés reclinar… es tu dignidad.
Las low cost son un capítulo aparte. Ahí te cobran hasta por respirar oxígeno presurizado. Si tu mochila tiene ruedas, ya no es mochila, es "equipaje rodante de dimensiones sospechosas", y va con cargo. Si querés elegir asiento, tenés que hipotecar el living. Y si querés subir con una sonrisa, mejor llevate una de repuesto por si te la cobran.
Y sin embargo, seguimos volando. Porque la magia de ver el mundo desde arriba, de llegar en horas a otro continente, sigue siendo increíble. Eso sí, ahora sabés que esa magia viene con recargo, tasa de embarque, cargo por emisión y una valija extra que pagaste con la tarjeta del suegro.
Así que sí… volar ha cambiado. Nosotros también. Pero el humor —ese que te hace reír incluso cuando tenés el asiento del medio entre dos culturistas polacos— ese no lo perdamos nunca.
Y ahora, si me disculpan, voy a seguir luchando con la web de la aerolínea para elegir un asiento “extra normal”.