Durante estos dos años, el mapa quedó guardado, las valijas en un rincón y los pasajes en espera.
El mundo entero se detuvo, y con él, los viajes. No hubo abrazos, Disney, ni rutas, ni cruceros.
Hubo incertidumbre, miedo, y también mucha reflexión.
Pero, a la vez, fue un tiempo para reconectar con lo esencial: con la familia, con uno mismo, con los sueños postergados y con la certeza de que viajar es mucho más que subirse a un avión.
Es una actitud frente a la vida.
Mientras el cielo se cerraba, aprendimos a mirar hacia adentro.
Y cuando el mundo volvió a abrirse, sabíamos que no íbamos a volver igual: íbamos a volver con más ganas, con más amor por lo que hacemos, y con más compromiso que nunca.
Porque viajar nos hace libres, pero esperar también nos enseña.